El debate por encontrar los origines del slasher es tan antiguo como el propio subgénero. La tendencia general es a marcar el estreno de La Noche de Halloween como el punto de inicio de las normas que marcarían el posterior slasher tradicional estadounidense; sin embargo, los analistas del género siempre han considerado que la trinidad formada por Psicosis, Bahía de Sangre y El Fotógrafo del Pánico debe ser considerada como los pilares sobre los que después se asentarían el resto de producciones. Si bien Psicosis y Bahía de Sangre cuentan con un amplio reconocimiento entre el público, parece que hasta hace algunos años la británica El Fotógrafo del Pánico había quedado relegada al puesto de hermana menor a la que nadie parece hacer caso.
Y es una auténtica pena, porque la película de Michael Powell además de ser un notable proto-slasher, funciona a la perfección como un estudio de la obsesión humana llevada hasta sus últimas consecuencias. Transformando una cámara de vídeo en el salvavidas de una mente atormentada, el guion de Leo Marks indaga de forma astuta en los lugares más oscuros de la mente humana, donde dolor, placer y deseo se esconden formando un pequeño monstruo que luchamos por tratar de ocultar al mundo. La película muestra desde el primer momento como la obsesión que marca la vida de su protagonista le termina llevando a romper cualquier relación que pueda conectar a nuestro atormentado personaje al mundo real, haciéndole vivir en una constante fantasía a la cual penetra a través del objetivo de su cámara.
Todo esto se consigue en gran parte gracias al espectacular trabajo de Karlheinz Böhm al frente de reparto. Su entrañable villano no tiene nada que envidiar al célebre Norman Bates, siendo ambos ejemplos de jóvenes aparentemente desvalidos y expulsados de la sociedad que en realidad ocultan un verdadero demonio bajo su cándida sonrisa. La fotografía de Otto Heller termina de crear ese apasionante universo en el que la oscuridad y la visceralidad de los crímenes se solapa con el Hollywood más glamuroso y despreocupado de la época. El verdadero terror siempre se esconde en la aparente cotidianidad: en pocos segundos, cuando la obsesión hace acto de presencia, todo puede convertirse en un auténtico infierno.
Puestos a imaginar, uno puede espiar por la cabina de proyección de cierto cine londinense donde se estrenaba, un día de abril de 1960, «El fotógrafo del pánico». Desde esta privilegiada posición, a modo de panóptico foucaultiano, descubrimos a lo largo del patio de butacas un bosque de cabezas, las miradas ocultas, caras vueltas a nuestro deseo de vislumbrar la expresión de esos rostros, mientras en la pantalla se desarrolla la primera de las escenas del film: el asesinato de una prostituta desde el punto de vista del criminal.
Antes de que este momento climático se materialice en nuestra sala de cine, adivinamos un destello casi imperceptible en la parte baja de la esquina derecha de la gran pantalla. Lo percibimos también por que la larga cortina vertical, que había servido de gran telón, se ha movido sutilmente. El destello pertenece a la lente de una pequeña cámara cinematográfica portátil, tras la cual se encuentra un hombre de calvicie incipiente y bigotito en forma de sonrisa triste. Es Michael Powell, el director de la cinta que estamos proyectando.
Ni más ni menos.
Justo cuando intuimos, por los desasosegantes sonidos emitidos por los espectadores, y por las imágenes que percibimos en la gran pantalla, que el cruel asesinato se va a cometer ante nuestra deliciosa incapacidad como voyeures —un erotismo de muerte, en este caso, o la muerte como acto erótico—, justo en ese momento, justo entonces, sabemos sin ningún género de dudas que allí abajo, tras las oscuras bambalinas, Mr. Powell ha activado el motor de su cámara de cine y está rodando la expresión de terror dibujada en el rostro de sus espectadores: la verdadera película, el auténtico «El fotógrafo del pánico»,
El cine como esa muerte eterna, donde todo aquél que sale ahí, delante de una cámara, en una película, vivirá más allá de su muerte física.
La vida (y su inevitable asesinato a manos del tiempo) como ese film del que somos protagonistas principales.
El miedo, por tanto, a la vida.
Un cuadro de deslumbrante estética pop, una paleta de energía cromática, que esconde, a poco que raspemos a lo largo de la superficie, un poso hediondo y sucio.
Un palimpsesto donde intuimos los renglones torcidos de la empatía y lo deshumanizante.
Una morbosa terapia psicológica para adentrarse en el amor mal comprendido en alas de la ciencia y en como éste, el amor, otro tipo de amor, puede sanarnos.
En definitiva, «El fotógrafo del pánico»: una obra maestra del suspense y el terror. ¿Puede haber algo más horrible?
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